Un mes después de su estreno en Netflix, la película de ‘Breaking Bad’ continúa recibiendo aclamaciones y críticas
Lo primero que ha de tener claro el espectador de ‘El Camino’ es que no se trata de un viaje al pasado. O al menos, no de un viaje al pasado al uso, aunque esté repleto de flashbacks. El título de la película, de hecho, no remite a la travesía que emprende el protagonista, sino al modelo de Chevrolet que conduce, lo cual ya abre una nueva puerta a la divagación. Tampoco se trata –en contra de lo que se decía meses antes de su estreno- de un filme construido sobre los principios del fanservice, algo que se agradece. Seriéfilos y cinéfilos pueden respirar tranquilos.
‘El Camino’ se presenta como una especie de epílogo tras el abrupto y dramático final de ‘Breaking Bad’, con el foco puesto esta vez en el personaje de Jesse Pinkman. Tras permanecer secuestrado durante semanas por un grupo de neonazis, el pupilo de Walter White escapa de la escena del crimen en Felina –solo aquellos que hayan conseguido sobrevivir a casi cincuenta horas de altibajos emocionales comprenderán de lo que hablo- sin que el espectador sepa dónde se dirige. Y no lo sabía, hasta ahora.
Bajo la promesa de devolvernos los recuerdos perdidos de Jesse durante su etapa junto a los neonazis y de aportar una mirada introspectiva que nos ayude a comprender cómo la tortura –tanto física como psicológica- puede llegar a destruir a un hombre, esperamos pacientemente las dos horas de duración de ‘El Camino’, atendiendo a cada detalle, casi sin pestañear. Al llegar el desenlace, la mayoría coincide en una cosa: no cumple las expectativas iniciales, no. Pero como película –o más bien como tv movie– es excelente, algo que cabe esperar de cualquier trabajo de Vince Gilligan.
No es un episodio largo, aunque lo parezca. Aporta novedades al hilo argumental que resultan ciertamente interesantes, pero sin desligarse por ello de la esencia de la serie. Los guiños y las referencias son continuos, desde el punto de vista técnico y también narrativo. No echamos de menos los time-lapse ni los extraordinarios “planos Breaking Bad”, ni tampoco el uso de las paletas de color y los claroscuros de manera inteligente. Tenemos todo eso y más, y por eso nos es fácil seguir la historia de Jesse como si no hubiese pasado el tiempo. Encontramos arañas, pistolas, matrículas de coche y productos antiplaga. Un recorrido por las últimas temporadas de la serie mediante paralelismos visuales que son un verdadero regalo para aquellos más avispados.
La actuación de Aaron Paul también es, una vez más, algo digno de mención. El magistral manejo del tiempo y los silencios en las diferentes secuencias carecería de sentido sin una interpretación acorde, que reflejara la profundidad del texto de Gilligan. Cada escena en solitario de Jesse –con sus demonios como única compañía, bien sea en el coche o en la ducha– es un grito al vacío donde ni siquiera el eco da respuesta. Bueno, quizá sí que dé una: Alaska.
Alaska -un recuerdo mudo a Saul, y a Mike, y a Jane, e incluso a Heisenberg, cuya aparición estelar en uno de los momentos clave se antoja un tanto innecesaria- es en realidad una alegoría de la libertad. Es la materialización de lo imposible, de ese anhelado cambio de vida que parecía que Jesse nunca lograría alcanzar. Es el destino después de ‘El Camino’. Lejos, muy lejos de los desiertos sin alma de Alburquerque.
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